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Mármoles Pedro Lifante

Mejora del nivel de ingresos medio, desarrollo de la industria o surgimiento de la lucha de clases son sólo algunos ejemplos de los beneficios que trajo consigo la Revolución Industrial del siglo XIX. Pero no fueron los únicos: la arquitectura del hierro, nueva técnica constructiva y estilo arquitectónico, veía la luz gracias a la disponibilidad de nuevos materiales como el hierro, el vidrio o el hormigón, aquellos que por fin permitían crear verdaderas obras de arte utilizando, únicamente, elementos considerados poco nobles hasta el momento.

La Torre Eiffel es uno de los ejemplos más emblemáticos de la arquitectura del hierro: construida por el arquitecto francés Gustave Eiffel como símbolo indiscutible de la Exposición Universal de 1889, la Torre conmemoraba el centenario de la Revolución Francesa, y su construcción duró dos años, dos meses y cinco días (Tour Eiffel, 2017). Situada a orillas del río Sena, a su paso por París, se trata de una verdadera proeza tanto técnica como arquitectónica, una hazaña de la tecnología del siglo XIX y una demostración del ingenio francés en un momento esencial para la etapa industrial. Su construcción se convirtió en un verdadero triunfo de la ingeniería, que abrió la puerta hacia lo racional y utilitario, frente a lo clásico y superfluo.

Este espectacular monumento mide la friolera de 305 metros de altura, 320 si se tiene en cuenta la antena, con una amplitud máxima a nivel del sueño de 125 metros. Sus características la convierten en una obra de arte personal e intransferible: está enteramente construida con elementos de hierro forjado, uno de los materiales más novedosos de esta etapa, con el que se materializó ya no sólo la estructura sino también toda su decoración, más funcional que estética (Caro, 2013).

Más de 18.000 piezas de hierro, ensambladas por 2.500.000 de remaches, forman una red estructural de vigas capaz de aportar estabilidad a la torre en un ejemplo de perfecta simetría, con 1.665 peldaños, 250.000 metros cuadrados y 60 toneladas de pintura (Tour Eiffel, 2017). Su peso total ronda las 10.100 toneladas (7.300 tan sólo de su estructura metálica), y su planta está formada por un rectángulo en cuyos vértices se sitúan cuatro enormes pilares, sobre los que se apoyan cuatro gigantescos arcos. Cuatro enormes zócalos de hormigón sostienen esos cuatro pilares, en los que también se ubican los ascensores y las escaleras: a medida que se asciende a cada uno de sus cuatro niveles (primero, segundo, intermedio y tercero, además de la base), los pilares se van curvando hacia el interior hasta culminar en un único elemento, la cima, trazando una especie de pirámide que transmite una curiosa sensación de verticalidad y perfección.

El primer nivel se encuentra a 57 metros del suelo, cuenta con una superficie de 4.200 metros cuadrados y una capacidad para 3.000 personas. No obstante, y según aumenta la altura (115 metros para el segundo nivel y 274 para el tercero), se va reduciendo tanto la superficie como la capacidad, hasta llegar a la plataforma superior, que alberga un mirador acristalado de 350 metros cuadrados y capaz de acoger a 400 personas (Caro, 2013). Un total de 5 ascensores, además de escaleras, permiten al visitante desplazarse por los distintos niveles de la torre.

Esta magistral obra fue diseñada para durar tan sólo 20 años, pues a principios del siglo XX ya debía estar desmontándose: pese a su simbolismo actual, no fue bien acogida en su momento al considerarse que no respondía a los cánones estéticos de buen gusto de la época, definiéndose como una construcción monstruosa e innecesaria en medio de la ciudad parisina. Sin embargo, y afortunadamente, se salvó gracias a numerosos experimentos científicos promovidos por su creador, como fueron las primeras transmisiones radiográficas o las telecomunicaciones (Tour Eiffel, 2017). Desde la década de los 80, ha sido renovada, restaurada y adaptada a un tipo de turista cada vez más numeroso, que se deja llevar por los encantos de París, la ville de l’amour: literatura y cine han conseguido materializar su carácter envolvente y su distinción como uno de los principales destinos turísticos a nivel mundial, algo fácilmente perceptible con tan sólo recorrer sus calles, conocer sus gentes o, en definitiva, descubrir su magia.

Por supuesto, la Torre Eiffel también ha sido escenario de numerosos acontecimientos de relevancia internacional (Tour Eiffel, 2017): encendido de alumbrados, espectáculos pirotécnicos, campañas de pintura, destellos de luz, etc. La seducción de la luz reaviva el sueño de autóctonos y extranjeros cada noche: un total de 20.000 bombillas, 5.000 en cada cara, centellean cada 5 minutos al principio de cada hora, desde la puesta de sol hasta la 1 de la madrugada. A su vez, el alumbrado dispone de una serie de proyectores que incluyen, a su vez, 360 bombillas de sodio (Tour Eiffel, 2017), lo que reafirma la Torre Eiffel como símbolo de Francia en el mundo, como el balcón de París y como el monumento de pago más visitado a nivel internacional. Cada año, la cifra de turistas aumenta de manera abismal, pasando de los menos de dos millones iniciales hasta los siete actuales, el 75% de ellos, extranjeros (Tour Eiffel, 2017).

En París se respira otro ambiente, muy diferente al conocido, de monumentos y museos imponentes, de una arquitectura elegante y distinguida, capaz de resaltar por encima de lo nunca visto. Escuchar hablar su idioma, tan sutil y delicado, es volver a reencontrarse con la esencia francesa, esa que está presente en sus bares y tabernas, en sus terrazas al aire libre… Y en sus sus hermosos suvenir, entre ellos, la Torre Eiffel.

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REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Caro, L. (2013, 15 de mayo). Torre Eiffel [en línea]. Disponible en: http://blogdelaurac.blogspot.com.es/2013/05/torre-eiffel.html (13 de julio de 2017).

Hanser, D. A. (2006). Architecture of France. Londres: Greenwood Press.

Tour Eiffel (2017). Web oficial [en línea]. Disponible en: http://www.toureiffel.paris/es (13 de julio de 2017).

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